miércoles, 2 de diciembre de 2015

El último cartucho de Bolognesi y la muerte de Alfonso Ugarte (versión Chilena)

Autor: Gonzalo Búlnes 
Historiador Chileno

Bolognesi fue un gran patriota. Tiene la característica de los hombres superiores. No salen de su boca ni de su pluma palabras destempladas, ni balandronadas pueriles. Es culto y atento con el enemigo. Cuándo el patriotismo se envuelve en un manto de modestia, el hombre desaparece ante la idea que lo alienta y su sacrificio toma un carácter impersonal. Así le sucedió a Grau y le sucederá a Bolognesi.
Bolognesi no supo en los primeros momentos lo ocurrido en el Campo de la Alianza. El día del combate sintió el cañoneo. Vio dibujarse allá a lo lejos, en el cielo azul, columnas de humo, pero no pudo inquirir lo que ocurría. El telégrafo a Tacna estaba cortado. Ningún emisario llegaba del campo de Montero a comunicarle nada. Vinieron después algunos dispersos; los originarios de Arica que se restituían a su hogar, huyendo de la derrota, pero como soldados rasos no comprendían lo sucedido y repitiendo lo que circulaba en Tacna a su salida decían que Montero se había retirado a Pachia con parte considerable del ejército y que Leiva con las fuerzas de Arequipa amenazaba a los chilenos por Sama. Bolognesi, bajo esta falsa impresión, que era la misma que había recogido Vergara en Tacna, telegrafiaba al Prefecto de Arequipa por la vía del cable a Mollendo, diciéndole:

“Mayo 28. Sé que a Montero le queda una parte importante del ejército, y el objeto de ésta es decirle que Arica resistirá hasta el último”.

Francisco Bolognesi
Otra comunicación telegráfica:

“Mayo 28. Si se asedia al enemigo desde Sama o Pachia, creo que salvan Arica y Tacna. Todo listo aquí para combatir”.

Los cañones chilenos se colocaron muy lejos por temor de ser bombardeados por las piezas de largo alcance de la plaza, y la guarnición de Arica en vista de la ineficacia de esos disparos, perdió el prestigio por la artillería enemiga, y concibió esperanzas que hasta entonces no abrigaba. Encontrábase la plaza bajo esta impresión cuando Baquedano despachó, en calidad de emisario, a solicitar su rendición al comandante de artillería, Salvo. Este fue recibido con decoro, con los ojos vendados, y conducido a la presencia de un anciano de barba blanca que lo trató con dignidad. Era Bolognesi. Aquel le comunicó la comisión que lo llevaba ante él; Bolognesi le contestó que los defensores de Arica estaban resueltos a perecer antes que a rendirse. Y para dar más autoridad a su palabra llamó a los jefes principales y renovó su declaración delante de ellos.
En seguida telegrafió a su Gobierno por medio del Prefecto de Arequipa.

“Junio 5. Parlamento enemigo intima rendición. Contesto, previo acuerdo jefes: resistiremos hasta quemar el último cartucho”.

En la tarde del 6, terminado el bombardeo, Lagos envió a Elmore a pedir por última vez a Bolognesi que rindiese la plaza y a prevenirle que no podría responder de sus soldados si estallaban las minas. El emisario era bien elegido, porque podía hablar el lenguaje de la verdad diciendo lo que había visto, y hacer consideraciones que eran vedadas aun parlamentario chileno. Es casi seguro que Elmore explicaría a Bolognesi el efecto decisivo del combate de Tacna, y la fuerza que conservaba el vencedor. Quizás le significó que debía abandonar la ciega confianza que ponía en las minas porque el Cuartel General chileno se había apoderado del plano de conexión de los alambres al aprehenderlo a él. Estas son suposiciones aunque muy verosímiles. Lo que se sabe de esa conferencia es que Elmore dejó constancia por escrito de que su misión era pedir la capitulación, a lo cual contestaron los sitiados así:
“Puede usted regresar y decir que no obstante la respuesta dada al parlamentario oficial, señor Salvo, no estamos distantes de escuchar las proposiciones dignas que puedan hacerse oficialmente, llenando las prescripciones de la guerra y del honor”.


Así permanecieron los cuerpos hasta la alborada del 7. En la media noche Lagos hizo que dos oficiales del Estado Mayor recorriesen ocultos el terreno que separaba los regimientos de sus objetivos para que llegando el momento les sirviesen de guías. Esos oficiales fueron los capitanes don Belisario Campos y don Enrique Munizaga.
Cuando la semi claridad de las primeras luces matinales empezaba a disipar la neblina de la costa, cada regimiento salía de su campamento agazapado, tomando infinitas precauciones para no ser visto o sentido, guiado por aquellos oficiales, distribuido en compañías separadas entre sí por una distancia de cincuenta metros. Cada regimiento constaba de dos batallones. Las compañías delanteras del 3º eran las de los capitanes don Pedro A. Urzua y don Leandro Fredes. El primer batallón del 4º lo mandaba el comandante don Juan José San Martín; el 2º, el comandante don Luis Solo Zaldívar. El primer batallón del 3º, el coronel don Ricardo Castro; el segundo, el comandante don José Antonio Gutiérrez.

Los centinelas de la Ciudadela sintieron rumor e hicieron fuego. La plaza se despertó con los disparos de rifle que dibujaban culebrinas de luz en el claro oscuro de la mañana. Cada cual corrió a su puesto.
El Regimiento número 3, al verse descubierto, emprendió el asalto del fuerte de carrera, bajo una granizada de balas y llegando a las murallas de sacos, los atacó con sus yataganes y cuchillos. La arena se corría por los agujeros, los sacos más altos caían desplomados y los soldados saltando sobre ellos penetraban al recinto minado. El parte oficial del jefe del Regimiento número 3 deja constancia que el primero en escalar la Ciudadela y arriar el pabellón enemigo fue el subteniente don José Ignacio López. La avalancha humana penetró a ese recinto y el duelo de asaltantes y asaltados continuó a quema ropa dentro de la estrecha plazoleta circundada con la arena de los sacos que habían sido vaciados.

¿Qué hacía Bolognesi? 
Bolognesi había creído que el enemigo iniciaría su ataque por los fuertes del bajo, engañado por la estratagema ya conocida y, como lo manifesté, en ese concepto había enviado el 6 en la tarde la división de Ugarte en resguardo de ellos. Esa división constaba de 600 hombres más o menos. Se componía de los batallones Tarapacá mandado por Zavala y del Iquique, por Sáenz Peña. Roto el fuego en la Ciudadela, Bolognesi dispuso que Ugarte volviese de prisa a los fuertes atacados subiendo un camino de arriería que comunicaba el Morro con el pueblo de Arica, pero como el avance de los chilenos era tan impetuoso y rápido no alcanzó a llegar al alto sino la mitad de la división, y la otra fue cortada por los atacantes, los que, dueños de la cima, barrían con sus fuegos el áspero sendero que seguían los peruanos. Los que alcanzaron a subir se juntaron con los fugitivos de los fuertes a la entrada del Morro.

Cuando los soldados del 3º penetraron al recinto de la Ciudadela, el suelo crujió con dos formidables estallidos de dinamita que hicieron volar por el aire a una parte de los ocupantes y que levantaron una nube de piedras, de cabezas, brazos, piernas que cubrió el aire. Un teniente del 3º don Ramón T. Arriagada, arrojado por la explosión hasta una altura de siete u ocho metros, cayó ileso, pero completamente desnudo y sordo, de lo cual no se curó jamás. Al subteniente del número 3 don José Miguel Poblete le desprendió la cabeza, dejando el tronco palpitante en el suelo. Muchas otras escenas horribles causó el traidor estallido. Pero la brecha de los sacos estaba abierta y por allí se precipitaban los asaltantes y al sentir el estampido de la dinamita y ver sus terribles efectos, se precipitaron como fieras bravías contra los defensores del recinto y los pasaron a cuchillo. El suelo se cubrió de sangre coagulada. En vano los jefes ordenaban tocar a los cornetas “cesar el fuego”. Nadie oía la voz de la clemencia. El Comandante Gutiérrez decía: los jefes y oficiales estábamos roncos de gritar. Entre las víctimas figuraba el Coronel Arias. El fuerte estaba tomado.

Lo mismo ocurrió en el castillo del Este. Aquí se desarrolló una escena igual.
La marcha del Regimiento número 4 fue sentida y la guarnición que dirigía el Coronel Inclán rompió sus fuegos contra él. La tropa chilena emprendió el asalto a la carrera, dejando muchos muertos y heridos. Llegada al pie de la trinchera rompió los sacos con los cuchillos y saltando sobre la muralla desplomada penetró a la fortaleza. La resistencia peruana fue aquí menor que en la Ciudadela. La guarnición también era menor. En minutos los asaltantes habían derrumbado los muros de arena y penetrado al recinto, que estaba vacío, porque los peruanos se retiraron a los reductos de Cerro Gordo que protegían la entrada del Morro. Inclán murió defendiendo su puesto.
Separémonos un instante del campo de batalla del alto y veamos qué ocurría en los castillos de la orilla del mar. La principal defensa de ellos, que era la división de Ugarte, ya no estaba allí. Como lo he dicho, había sido llamada por Bolognesi en auxilio del Morro y aquellos fuertes no tenían sino su dotación de artilleros. Cuando el combate del alto estaba avanzado, llegó hasta ellos el Lautaro, desplegado en guerrillas, dirigido por el Coronel Barboza.

La guarnición peruana no intentó resistir o más bien su resistencia fue muy débil. Así lo dicen los partes oficiales de Barboza y del jefe del cuerpo. Comandante Robles, y lo atestigua el que el Regimiento 110 tuviera sino ocho heridos. El jefe peruano reventó los cañones con dinamita y la guarnición se puso en fuga hacia el pueblo donde quedó acorralada, junto con los soldados de la división de Ugarte que no pudieron subir al Morro. Los fuertes de la plaza, la Ciudadela y el Este estaban en poder de los chilenos. Faltaba el Morro y sus defensas de Cerro Gordo.
Cuando los soldados del Regimiento número 4 tomaron posesión del recinto amurallado del fuerte Este, se oyó un grito, que no se sabe quién lo dio ni de dónde partió: ¡al Morro, muchachos! La tropa, olvidándose de la orden recibida que era esperar al Buin, se precipitó por el sendero fortificado que conducía a aquel punto, uniéndosele en el camino soldados del 3º que en esos momentos triunfaban de la resistencia de la Ciudadela. El suelo estaba sembrado de minas automáticas y a medida que avanzaban los soldados cuidaban de saltar sobre los puntos en que se notaba que el suelo había sido removido por temor de pisar un fulminante. Así llegaron a las primeras trincheras colocadas en elevación, habiendo pasado bajo los fuegos la línea ondulada que las precedía, en medio de una lluvia de balas, y ora con sus rifles, ora a la bayoneta las fueron forzando todas, una tras otra, y así caminando sobre cadáveres y heridos llegaron a las puertas del Morro, en cuya plazoleta ondeaba la última bandera del Perú.

Versión romántica del sacrifico de Alfonso Ugarte
En el espacio llano que coronaba el cerro estaban los sobrevivientes de las trincheras y castillos, la guarnición del Morro, y todas las grandes reputaciones de Arica: Bolognesi, Moore, Ugarte, Sáenz Peña, Blondel. Los asaltantes invadieron el recinto en una carrera agitada y vertiginosa revueltos los oficiales con los soldados. El Comandante San Martín había sido herido de muerte en el trayecto de Cerro Gordo al Morro. El glorioso Regimiento iba mandado ahora por Solo Saldívar.
Al ver invadida la plazoleta del Morro, Bolognesi mandó suspender los fuegos. Comprendió que la resistencia era imposible, y debió decirse que su deber estaba cumplido. No quiero que esta aseveración, que ofende la leyenda peruana de la defensa de Arica, descanse en mi palabra. Lo dice oficialmente el comandante de las baterías. Coronel Espinosa, en el parte de la acción, dirigido al Jefe del Estado Mayor del Perú:
“Mientras tanto la tropa que tenía su rifle en estado de servicio seguía haciendo fuego en retirada, hasta que los enemigos invadieron el recinto (del Morro) haciendo descargas sobre los pocos que quedaban allí. En esta situación llegaron a la batería el señor coronel don Francisco Bolognesi, Jefe de la plaza; coronel don Alfonso Ugarte; el teniente coronel don Roque Sáenz Peña que venía herido; sargento mayor don Armando Blondel, y otros que no recuerdo, y como era ya inútil toda resistencia ordenó el señor Comandante General que se suspendiesen los fuegos, lo que no pudiendo conseguirse de viva voz fue el señor Coronel Ugarte personalmente a ordenarlo a los que disparaban sus armas al otro lado del cuartel, en donde dicho jefe fue muerto. A la vez que tenían lugar estos acontecimientos las tropas enemigas disparaban sus armas sobre nosotros y encontrándonos reunidos los señores Coronel Bolognesi, capitán de navío Moore, Teniente Coronel Sáenz Peña, el que suscribe y algunos oficiales de esta batería, vinieron aquellos sobre nosotros y a pesar de haberse suspendido los fuegos por nuestra parte, nos hicieron descargas de las que resultaron muertos el señor Comandante General, coronel don Francisco Bolognesi y comandante de esta batería señor capitán de navío don Juan Moore, habiendo salvado los demás por la presencia de oficiales que nos hicieron prisioneros”.

Se ha imputado al ejército chileno una crueldad inhumana, haciéndola extensiva a los jefes, suponiendo que la matanza del fuerte Ciudadela y el de los jefes del Morro obedeció a una consigna u orden del día de no hacer prisioneros. Lo que allí ocurrió es imputable únicamente al carácter desordenado del ataque y a la excitación de la dinamita. Pero si esto tiene explicación, no la tiene para la historia imparcial el fusilamiento inhumano de algunos soldados peruanos acorralados en la plazoleta de la iglesia de Arica, pertenecientes a aquella tropa del Iquique y del Tarapacá que no alcanzó a subir al Morro y que se encerró en ese local. Nunca se ha sabido quien dio semejante orden o si los soldados procedieron por impulso propio, enfurecidos como estaban por el estallido de las minas. Ha pasado ya suficientemente el tiempo apagador de las pasiones, para que tanto en el Perú como en Chile se rinda justo homenaje de admiración a vencedores y vencidos. Y así como el recuerdo de esta portentosa hazaña será siempre un timbre de orgullo para los chilenos, es una acción honrosa para los defensores de la plaza, que pelearon por dar al Perú una tradición y un ejemplo. Bolognesi, Moore, Ugarte, Blondel fueron los últimos defensores de su Patria en el departamento de Moquegua y lucharon en el último pedazo de tierra firme que les era permitido pisar. El enemigo perdió ese día entre 700 y 750 hombres, y los chilenos entre muertos y heridos 473. Los prisioneros peruanos fueron 1,328, comprendiéndose 18 jefes y oficiales.

“Guerra del Pacífico de Tarapacá a Lima”. Publicado en 1914 en Valparaíso. Páginas 362, 363, 369, 370, 372, 380-388.

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