ESCRITO POR: César Cervera
Los detractores del conquistador del Perú ven en su papel durante el proceso contra su viejo capitán Núñez de Balboa la enésima muestra de su naturaleza traicionera. Sin embargo, lo que de verdad se puede sacar de aquellos acontecimientos es que el extremeño era de férreas lealtades al gobernador y a la Corona de Castilla.
Una de las razones por las que el conquistador del Perú Francisco Pizarro no ha resultado una figura muy atractiva, o no tanto como Hernán Cortés, es que, ante la fiebre actual por los protagonistas jóvenes (casi adolescentes), su gran éxito militar llegó en su alta madurez. Por su carácter austero no resulta un héroe de acción apetecible, a pesar de que su biografía tardía le achaca una vitalidad sobrenatural para su edad. El extremeño no era de la clase de personas que se habían trasladado al Nuevo Mundo a permanecer con los brazos cruzados o enriqueciéndose lentamente, sino para participar de lleno en la monumental empresa de conquistar y colonizar un territorio de miles y miles de kilómetros.
Lo más probable es que Pizarro viajara a América en la expedición organizada por Alonso de Ojeda, el navegante que había acompañado a Cristóbal Colón en su segunda expedición. En ese momento la presencia española se limitaba solo a varias islas caribeñas, entre ellas la Española (Santo Domingo), donde arribó el extremeño en busca de aventuras de fondo dorado. No obstante, los pacíficos indios que halló Colón en su primer encuentro habían sido reemplazados por otros más belicosos, al igual que las fáciles riquezas iniciales se habían vuelto espinosas en el momento en el que llegó el joven Pizarro.
Sin gloria
Los escasos europeos en el Caribe debieron enfrentarse a los indígenas —pronto asolados por enfermedades ante las que no estaban inmunizados—, a la escasez de víveres, a las fiebres tropicales y a tierras menos fértiles de lo prometido. Para remediar el estancamiento en lo que en un principio se prometía el paraíso perdido, los Reyes Católicos relegaron en esos a años a Colón y a sus hermanos y nombraron gobernador de la isla a Nicolás de Ovando, también extremeño, que puso los cimientos para el despegue de la colonia
Ovando se valió de soldados de infantería como su paisano Pizarro, que apenas poseía más que su espada y su capa, para lanzar campañas de conquista y pacificación en la zona. Una situación que compartió con otro natural de Extremadura, Hernán Cortés, sobrino segundo de Pizarro, con el que ciertamente debió de coincidir hasta que las circunstancias los llevaron a rumbos inversos, uno al norte, a México; y otro al sur, al Perú. De la mano de Ovando, Francisco Pizarro exhibió pronto un carácter rocoso en expediciones poco o nada lucrativas para pacificar la isla.
A sus treinta y un años, Pizarro se hizo eco de las leyendas de riquezas vírgenes que se podían encontrar hacia el sur de la Tierra Firme, pues a esas alturas ya se sabía de la existencia de un continente entero junto a las islas caribeñas. Aceptó el reto sin dudar, involucrándose en las empresas suicidas de Alonso de Ojeda a través del actual territorio de Colombia y Venezuela. Ojeda era tenido por un superdotado esgrimista (fray Bartolomé de las Casas, dado a exagerar, afirmó que «había participado en casi mil duelos a muerte y nunca nadie consiguió herirle»), aunque de poco le valió frente a las flechas envenenadas de los guerreros locales. El 20 de enero de 1510, el conquistador levantó un fuerte llamado San Sebastián en el golfo de Urabá creyéndose que al invocar al santo muerto a flechazos podría evitar ese mismo destino.
Pero se equivocaba. Al igual que otros puestos de avanzada en Tierra Firme, el fuerte San Sebastián fue brutalmente atacado por los indígenas y el propio Ojeda quedó con una flecha envenenada en un muslo. Entre los hombres que sujetaron al explorador cuando le fue extraída la flecha, sin anestesia alguna, estaba Pizarro. Su valentía, lealtad y habilidad con las armas le granjeó la confianza de Ojeda, quien, temiendo un motín, nombró teniente al de Trujillo y le ordenó defender el precario poblado mientras él iba a por nuevos refuerzos a Santo Domingo.
Si en cincuenta días no regresaba —ordenó Ojeda a su teniente de forma secreta—, debían buscar la manera de volver a la Isla Española por sus propios medios. Pizarro era de carácter solitario y taciturno. Bajo su disciplina, los sesenta hombres esperaron la llegada de Ojeda durante el tiempo señalado. Sin comida y enfermos, tenían que dormir con la espada y los escudos en las manos.
Alonso de Ojeda murió a consecuencia de la herida mencionada, tras ingresar poco antes en un convento y renunciar a las cosas mundanas, entre ellas la de lograr un auxilio para Pizarro y los suyos. Con el paso de los días, los supervivientes de la trágica expedición desmantelaron el fuerte y trataron de embarcarse en dos pequeños bergantines, lo cual no fue posible hasta que murieron los suficientes hombres como para que cupieran todos. Era mejor esperar que la selección natural actuara, antes que abandonar a un solo compañero o elegir salvar a unos por encima de otros. Cuando al fin pudieron alejarse del golfo maldito, uno de los bergantines se hundió al chocar con una ballena a la deriva y murieron todos sus tripulantes.
Un océano para los extremeños
Una vez más Pizarro, que viajaba en el otro barco, se salvó de la muerte de milagro. Se podría decir que la suerte le sonreía, salvo porque una vez se habían alejado del golfo fueron interceptados por el bachiller Fernández de Enciso, socio de Ojeda, que al mando de refuerzos ordenó a Pizarro y a sus harapientos soldados regresar al fuerte de San Sebastián. Allí la pesadilla volvió a repetirse en idénticos términos, en torno a las ruinas del puesto levantado por Ojeda. América en ese tiempo era un pañuelo. Pizarro conoció probablemente a Colón poco después de poner pie en Santo Domingo, como lo hizo con Cortés y luego con Ojeda, todos ellos actores principales de aquella voluminosa empresa. Y entre los refuerzos que Enciso llevó al golfo de Urabá se contaba Vasco Núñez de Balboa, que se había enrolado como polizón en esta aventura huyendo de sus copiosos acreedores. Un rasgo característico entre los conquistadores: huir hacia delante cuando las cosas venían mal dadas.
Núñez de Balboa y Francisco Pizarro, ambos extremeños, compartían el hambre por los descubrimientos intrépidos. Conocedor de aquellos territorios, Núñez de Balboa convenció a Enciso de viajar al margen occidental del golfo de Urabá, entre lo que hoy es Colombia y Panamá. Allí fundaron Santa María del Darién y capturaron un gran tesoro en ropas de algodón y joyas de oro. La creciente popularidad del natural de Jerez de los Caballeros le elevó a alcalde de la nueva ciudad frente al impopular Enciso.
Bajo su gobierno, el teniente Pizarro partió junto a seis soldados a descubrir una provincia llamada Cueba, que los indios proclamaban repleta de oro. Según el testimonio de fray Bartolomé de las Casas, los siete españoles debieron enfrentarse a poco de iniciar la incursión a cuatrocientos indios, que arrojaron sobre ellos piedras y flechas, si bien en este territorio al menos no era habitual envenenarlas. Aunque el rigor con las cifras nunca fue el punto fuerte de Las Casas, a decir él los siete españoles abatieron a ciento cincuenta nativos con sus armas europeas y la destreza del veterano teniente. Lograron regresar a Santa María del Darién todos menos uno, demasiado herido para seguirles el paso, a lo que Núñez de Balboa ordenó a Pizarro que volviera a por el hombre malherido.
Sin rechistar, ni reprochar al alcalde la desastrosa excursión, el trujillano obedeció y trajo de vuelta a su compañero. El siguiente proyecto del insaciable Balboa fue dar con un mar nunca visto al sur del continente. Al frente de 800 indígenas y 190 españoles, Balboa y Pizarro marcharon en septiembre de 1513 hacia el istmo de Panamá.
Camino al patíbulo
A la altura de Comogre, un caudillo local les confirmó la existencia de ese misterioso mar en el que navegaban gentes con navíos de velas y remos. A pesar de las peticiones desde España de que los indígenas fueran tratados con escrupuloso respeto, no faltaron en estas expediciones los ataques injustificados a poblaciones y el secuestro de varios caciques a modo de coacción contra las tribus que encontraban a su paso. Durante veinticinco días, la decreciente expedición del extremeño recorrió los 70 kilómetros de tierra húmeda y selvática que separan el Océano Atlántico del Pacífico, en ese momento bautizado como Mar del Sur. Núñez de Balboa tomó posesión de su costa en nombre del rey Fernando el Católico y de su hija Juana.
En la lista de los descubridores del nuevo mar aparece en tercer lugar el nombre del teniente Pizarro, en una muestra de la importancia que estaba ganando poco a poco el de Trujillo. Por supuesto aquí no terminaban los proyectos de Balboa, que pretendía ser el primero en explorar este nuevo mar. Desconocía que en España los damnificados por sus planes intrépidos, entre ellos Enciso, habían persuadido al rey de poner fin a su exceso de iniciativa. Con este fin llegó a Santa María de la Antigua del Darién un nuevo gobernador, Pedrarias Dávila, de un carácter vengativo y pendenciero.
Ni siquiera al casarse con una de las hijas de Pedrarias pudo Balboa impedir la tragedia. Mientras el gobernador cavaba la tumba de su yerno, Pizarro se ganó el grado de capitán en expediciones en Tierra Firme, donde una larga lista de hombres buenos perdió la vida. Su experiencia y fortaleza eran valoradas por el gobernador, tanto como su increíble capacidad de volver de una pieza a casa. A finales de 1518, Pedrarias ordenó a Pizarro que detuviera a su anterior jefe porque había realizado nuevas exploraciones sin contar ya con licencia real, si bien lo que subyacía debajo del arresto era la envidia y desconfianza que el gobernador guardaba desde el primer minuto hacia Balboa. El juicio contra él desembocó en su ejecución el 15 de enero del nuevo año. Su cabeza fue expuesta públicamente, clavada en una pica, durante varios días «por traidor a la Corona y al gobernador».
Los detractores del conquistador del Perú vieron en su papel durante el proceso contra su viejo capitán Núñez de Balboa la enésima muestra de su naturaleza traicionera. Sin embargo, lo que de verdad se puede sacar de aquellos acontecimientos es que el extremeño era de férreas lealtades al gobernador y a la Corona de Castilla. Según el historiador José Antonio del Busto, en las correspondencias escritas desde la cárcel Balboa no expresó rencor alguno hacia Pizarro por haberlo apresado, porque entendía que solo había cumplido las órdenes del despótico Pedrarias. Lo que sí parece claro es que para entonces no tenían trato ni amistad, aunque no le agradaría ver la cabeza de su viejo capitán clavada en una pica. La muerte así del descubridor del Pacífico, víctima de las envidias es hoy, o debería ser, una espina clavada en la historia de España.