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lunes, 28 de diciembre de 2015

¿Por qué se perdió la Guerra contra Chile?

Última entrevista a Andrés A. Cáceres
En 1,921, el héroe de la Guerra del Pacífico respondió una de sus últimas entrevistas. ¿Por qué perdimos la guerra? No hubo armonía cultural ni política... y mucha traición en los sectores pudientes. Suena tan vigente. La patria celebra hoy, estremecida de júbilo, la gloriosa efeméride de la batalla de Tarapacá, página honrosa de nuestra historia y blasón de orgullo para el Ejército Nacional. Todos los peruanos evocamos, con los ojos, el alma, la epopeya singular en que un puñado de bravos, sublimados por el sacrificio y exaltados por el infortunio, en vigoroso empuje, destrozaron a las poderosas y engreídas huestes chilenas, poniéndolas en vergonzosa fuga.
Si desgraciadamente fue infecunda esta victoria, por la impotencia de nuestro Ejército para perseguir, desprovisto como estaba de caballería, a los derrotados enemigos, debemos guardar, empero, eterno culto a ese puñado de bravos que, lejos de abatirse ante la fatiga, el hambre y la desnudez a que quedaron reducidos, después del desastre de San Francisco, reconcentraron todas las potencias de su alma y todas las fuerzas de su organismo en un supremo ímpetu de coraje para cubrirse de gloria y dar a la América una lección única de heroísmo y de energía. Al rememorar, nosotros, esta hazaña imperecedera, saludamos llenos de patriótico orgullo a los beneméritos sobrevivientes de ella. En el pintoreso barrio del Leuro en Miraflores, al amor de la soledad y la paz campesinas, vive, entregado a sus recuerdos y mimado por el cariño de los suyos, el viejo Mariscal del Perú. Hasta su poético retiro, va a buscarle el insaciable reclamo de nuestra curiosidad periodística y el homenaje rendido de nuestro orgullo patriótico y encontrando la acogida cordial de su vejez gloriosa.

Lo hallamos en su escritorio, acomodado en un sillón de cuero, abrigadas las débies piernas por gruesas mantas de color oscuro. Visto correcto de jaquet gris y cubre la nieve de sus canas, con una gorra del mismo color. Decoran las paredes del aposento finas estampas que reproducen escenas guerreras.

De un gran cuadro al óleo, que se alza sobre el escritorio, se destaca la fina y bella efigie de la hija del mariscal, cuya fresca y alegre juventud fue tronchada por la muerte. Frente al retrato del héroe de La Breña, luciendo sobre su pecho las medallas ganadas a fuerza de bravura y de audacia, y sobre el rostro, la condecoración eterna de su gloriosa cicatriz.
Mariscal, en el aniversario de la victoria de Tarapacá, demandamos de usted, el relato vívido de esa gloriosa acción.
Se anima el rostro venerable del anciano guerrero. Un relámpago encandila sus pupilas y alisándose, nerviosamente, las albas barbas puntiagudas, nos dice: Recuerdo la batalla, con absoluta precisión, y voy a relatársela, como si acabara de realizarse.


Y empieza el relato con voz emocionada:
Me encontraba yo, con mi división, en una de las calles de Tarapacá, tomado un rancho frugal, antes de emprender, con todo el Ejército y como lo habían hecho ya las tropas del general Dávila, la retirada hacia Arica, después del desastre de San Francisco, cuando mi ayudante que había distinguido al enemigo en la cresta de los cerros situados al Oeste de la ciudad, llegó corriendo a avisármelo. Al recibir esta inesperada noticia, estaba comiendo. Solté la pequeña cacerola que contenía mi ración, y procediendo con impetuosa actividad, ordené a mi división que se lanzara con la bayoneta calada, cerro arriba, para desalojar al enemigo.
Procedí rápidamente a dividir mis tropas en tres columnas: la primera y la segunda compañías formaban la de la derecha, que puse al mando del comandante Zubiaga, valiente y experto jefe; la del centro la constituyeron la quinta y sexta compañías, mandadas por el mayor Pardo Figueroa, distinguido jefe, también, y la de la izquierda quedó formada por la tercera y cuarta compañías que confié al mayor Arguedas.
Advertí a mis tropas que evitaran hacer fuego, mientras no hubieran alcanzado la cumbre, para economizar las municiones, que, por desgracia, eran muy escasas. Al coronel Recavarren, Jefe de Estado Mayor, le envié en comisión donde el coronel Manuel Suárez, que tenía el mando del batallón Dos de Mayo, para que hiciera, con sus fuerzas, igual distribución a las del Zepita, y se colocara a mi izquierda. A poco, ya cuando mis bravos soldados se habían lanzado al combate, llenos de entusiasmo y de ardor bélico, el coronel Belisario Suárez toma sus disposiciones y los coroneles Bolognesi, Ríos y Castañón, se sitúan en sus respectivos emplazamientos.
El Zepita escala el cerro por el lado Oeste, con empuje irresistible desafiando los tiros que el enemigo descarga sin descanso sobre ellos. Se despliegan en guerrilla y sin detenerse, disparan incesantemente, a ciento cincuenta metros del enemigo, que cede al empuje de los nuestros. La columna Zubiaga, se lanza a la bayoneta sobre la artillería chilena y, audazmente, se apodera de cuatro cañones. Las columnas de Pardo Figueroa y de Arguedas, despedazan, entre tanto, a la infantería enemiga.

Perdón, Mariscal, en ese asalto, ¿qué acción notable de arrojo, de sus soldados, recuerda usted?
No puedo olvidarme del heroísmo del Alférez Ureta, de la compañía primera de la columna derecha, que inflamado por un ardiente entusiasmo patriótico y un coraje a toda prueba, se montó sobre un cañón chileno, lanzando estruendosos vivas a la patria. Tampoco me olvidaré nunca de un acto meritísimo del comandante José María Meléndez, veterano de la Columna Naval, uno de los primeros en unírseme en el asalto al enemigo.
Cuando derrotados los chilenos y cansados nosotros de perseguirlos infructuosamente, por falta de caballería; desfallecíamos de sed y de hambre, al extremo de que me vi obligado a humedecer los labios de algunos de mis soldados con pequeñas rodajas de un limón, que por fortuna llevaba en uno de mis bolsillos de mi casaca; el comandante Meléndez se presentó de repente y sin que yo pudiera explicarme su procedencia, cargando un barril de agua que aplacó la sed de esos valientes. Y como éste, tantos otros episodios de coraje y de entusiasmo.

Y destrozada la infantería y despojados los chilenos de su artillería, ¿qué pasó?
El enemigo así castigado en ese primer combate por los nuestros, huyó a la desbandada, pampa abajo, perseguido de cerca por los nuestros y acampó a una legua de distancia hasta juntarse con otro cuerpo chileno que vení­a a reforzarlos. Entretanto, mi caballo habí­a sido herido de un balazo y hube de detenerme, a mitad de jornada. Un oficial que habí­a encontrado una mula de un regimiento chileno, me la trajo y montado en ella, pude seguir la persecución. Después de tres horas de refriega, tuvimos que contramarchar hasta el sitio donde había tenido lugar el primer ataque, porque mis tropas estaban rendidas por la fatiga de la acción. El general en Jefe Buendía me dio su enhorabuena por el éxito alcanzado por mi división. Pero en medio de la alegría del triunfo, hube deplorar profundamente la muerte de mis mejores tenientes: Zubiaga, Pardo Figueroa, mi propio hermano Juan… también rindieron la vida en el primer encuentro.

¿Y el segundo encuentro?
Reforzada mi división con el batallón Iquique que mandaba el inmortal Alfonso Ugarte, la Columna Naval de Meléndez, un piquete del batallón Gendarmes que mandaba Morey, una compañía del batallón Ayacucho con Somocurcio a la cabeza, una hora después se reanudaba la lucha en plena pampa hacia el SO de Tarapacá. Primero se realiza un vivo combate de fusilería sostenido por ambas partes, con empeño. El enemigo es arrollado cinco veces, rehaciéndose, luego otras tantas. Entonces envolviendo el ala y el flanco izquierdo chileno que manda Arteaga, con mis tropas lo obligué a retirarse hacia el sur. El batallón Iquique llega a tiempo para rechazar a los granaderos chilenos que habían sorprendido al Loa y al Navales.
Sin embargo, antes, Arteaga trata de rehacerse en vano y nosotros cargamos otra vez con irresistible denuedo. En momentos que la victoria se decidía ya por nuestras armas, llegó Dávila con su división al trote (habí­an recorrido 12 kms. desde Huarasiña) y muy cerca del flanco chileno, aún jadeantes, le hace repetidas descargas de fusilería. Entonces yo aproveché para dar el definitivo ataque por el centro, que decidió la derrota de los chilenos que abandonaron el campo, dejando tras de sí sus 6 últimas piezas de artillerí­a Krupp, entonces la más moderna del mundo. Fue en ese momento –prosigue entusiasmado el Mariscal- cuando llamé al Capitán Carrera y, entregándole uno de esto cañones, le dije: “artillero sin cañones, ahí tiene Ud. una pieza para actuar”. Y a fe mía que supo hacerlo, disparando sobre la retaguardia enemiga que huía.
Eran las cinco de la tarde. La batalla había terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre el campo quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de enemigos. Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó desempeñar a mí, en la altura. Sin embargo Uds. deben saber que en la quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor. Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de un estandarte chileno. El enemigo es arrojado por esa parte hasta Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne con los restos de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.
Al mismo tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas perseguimos a los chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he dicho que fue imposible barrerlos, como hubiéramos querido, porque la fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no tuviéramos caballería. Y así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella faltos de víveres y de refuerzos, hubimos de continuar nuestra retirada a Arica.

¿Cómo fue la batalla de San Francisco? 
Doloroso es el recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de Daza y su famoso cable: “Desierto abruma, ejército niégase seguir adelante”, el asalto frustrado, la muerte del Comandante Espinar al pie de los cañones chilenos, la catastrófica retirada nocturna…

¿Cuál fue la causa decisiva de la pérdida de la guerra? 
La falta de organización militar y autonomí­a bélica, particularmente en municiones. Eso en cuanto al aspecto técnico, pero más allá, la discriminación racial fue determinante. No hubo armonía cultural ni polí­tica. La falta de organización militar, de cohesión, de armonía política.
Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y virtudes militares en nuestros soldados y en nuestros oficiales, pero también hubo mucha traición en los sectores pudientes.

¿Y en nuestros generales? 
También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no pudieron destacarse en la contienda, por falta de disposición de un comando totalmente politizado.

¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y deficiencias, hubiésemos podido ganar la guerra?
Con toda la superioridad numérica y armamentí­stica del ejército chileno, creo, firmemente que sí­. La desunión, el desatino, la ambición polí­tica y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos perdieron.

¿Cuándo comenzó su carrera?
En 1854, acababa de estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de la corrupción del guano. De todos los rincones del paí­s, se sumaban las adhesiones. En Ayacucho, mi tierra natal, don Ángel Cavero, uno de los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de simpatí­a popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a filas. Yo contaba 19 años, estudiaba en la universidad de Huamanga y era de los más entusiastas. Nos apoderamos de la gendarmerí­a. Luego llegó el ejército rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el general Castilla, a quien sin duda caí­ en gracia, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Quiéres seguir la carrera?”, “Sí­, señor, es mi mayor deseo”, le contesté con aplomo. Entonces, me respondió, palmeándome la espalda, “serás un buen guerrero”.

¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.? 
Castilla, que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó simpatí­a y apoyo. Tanto, que varias veces soportó mis engreimientos. Y eso que una vez me le sublevé.

¿Le hizo la “revolución”?
He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el Mariscal quiso formar el batallón “Marina”. Llamó a palacio a los oficiales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del Ayacucho. Ya me habí­a conocido en La Palma y después en la campaña de Arequipa contra Vivanco. Pues bien, Castilla revistó uno a uno a todos los oficiales congregados y al llegar a mí, se detuvo observándome y me dijo: “¿Cómo se Ilama Ud. capitán?”. Me impresionó desfavorablemente el olvido que el mariscal habí­a hecho de mi nombre y le contesté: “Soy, excelentí­simo señor, el hijo de don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud. Estuve en la batalla de Arequipa, donde fui herido casi perdiendo un ojo; me llamo Andrés Avelino Cáceres”. “Hola, hola”, replicó el mariscal: “Con que Ud. es el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don Domingo. Bueno, bueno, Ud. se quedará en su cuerpo”. Y me quedé en mi batallón Ayacucho, en el cual me habí­a iniciado y en el cual continué hasta que fui a Francia, como agregado militar.

Su cicatriz en la cara, Mariscal… 
Esta “condecoración” la recibí­ en la torna de Arequipa, en 1856. El Mariscal Castilla que habí­a acampado en las afueras, llevó a cabo, por varias noches, simulacros de ataque, que tení­an al enemigo en sobresalto. La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que avanzara con mi compañía y me apoderara de la 1ra. trinchera enemiga. Sin vacilar, ejecuté esa orden y sorprendiendo a los ocupantes, logré capturar la trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi cometido. Entonces, Castilla me mandó: “siga Ud. avanzando sobre la ciudad, tomando las alturas hasta los conventos de San Pedro y Santa Rosa”. Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así­ al sacrificio, no dudé, y deslizándome por los techos fui avanzando hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los innumerables obstáculos hasta de repente hallarme dentro de la bóveda, próxima a la torre. Por el camino había perdido a muchos soldados, muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el fuego que se hací­a sobre nosotros era incesante.
Pero, los 2 cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habían desembocado por calles paralelas al convento y así­ cayeron sobre el atrio y el interior, obligando a los enemigos a abandonarla. Entretanto yo subí­a, con los mí­os, hasta la torre y ahí­ tuve que soportar el fuego desde la torre fronteriza de Santa Marta. Mientras, Castilla había penetrado al convento por otro lado. El coronel Beingolea, subió a la torre, creyéndola vací­a y se dio de bruces conmigo y mis soldados. Calcule Ud. la sorpresa de ambos, a punto de acribillarnos mutuamente. “Acabamos de tomar el convento”, me dijo; “Mi coronel: ya la habí­a tomado yo”, contesté. El coronel me abrazó y me anunció que harí­a conocer a Castilla esa hazaña. “Está ahí­ abajo, con todo el Ejército”, y se fue.


Yo continué haciendo frente al fuego de los de Santa Marta, y mostrando a mis soldados el blanco hacia el que debí­an disparar, un balazo me derribó cegándome. Me recogieron mis soldados y me bajaron al refectorio del convento, en donde el sargento Coayla y el cabo Huamaní­, me atendieron. Estuve privado del conocimiento. Cuando lo recobré hallé a mi lado al capitán Norris, uno de mis mejores compañeros, que me preguntaba qué deseaba. “Agua, muero de sed”, contesté. Al poco rato regresó con un plato de mermelada y una garrafa de agua. El dulce no me era necesario, ni podrí­a ingerirlo. Tení­a la mandí­bula apretada. Apenas una pequeña ranura dejaba pasar el agua. Bebí­, desesperado, parte del contenido de la garrafa y el resto hice que me lo vaciaran en la cara, para que me lavara la herida, casi desfallecido. El médico dijo que la herida era mortal. El capellán estuvo a punto de darme la extremaunción… Entonces mis soldados me trasladaron a casa de una señora de apellido Berrnúdez, porque el tifus infectaba a los heridos en el convento y me hubiera terminado de matar. En mi nuevo alojamiento me trató el doctor Padilla, extrayéndome la bala a exigencia de mi tropa. Ellos me salvaron la vida.

¿Y cómo fue su convalecencia? 
Recuerdo que las madres del convento que me habí­an tomado afecto, me enviaban allí­ la dieta. ¡Qué tortas! ¡qué dulces! Y aquí­ viene lo curioso: una vez convaleciente, iba a almorzar al convento y la madre superiora, muy seria, me habló un dí­a así­: «Teniente, usted ha renacido en este convento, verdad?”, “sin duda, reverenda; de aquí­ me recogieron casi cadáver y aquí­ me comenzaron a curar, a Ud. debo cuidados que no sabrí­a cómo agradecer”. “¿Y por qué no deja Ud. la carrera y se hace fraile?” Casi me caigo de espaldas de la impresión. Tuve que contener la risa: “¡Yo fraile, madre! No soy digno de vestir los hábitos…”. Hube de apelar a todos mis recursos oratorios para hacer desistir a la madre. La pobre sufrió un desencanto. ¡Ya me veía con cabeza rapada, capuchón y sotana!

Mariscal, ¿cuál ha sido la época más feliz de su vida? 
Los mejores dí­as de mi vida, durante mi juventud, por supuesto fueron los pasados en Arica, cuando estuvimos de guarnición, antes de la toma de Arequipa. Tuve gran partido entre las muchachas ¡me divertí­ mucho!

¿Mariscal, y el recuerdo más satisfactorio de su vida militar?
La campaña de La Breña, es, la página más honrosa de mi vida militar. No vaciló en proclamarlo yo mismo. Me enorgullezco de ella. Tengo muy presentes y me acompañarán hasta la tumba, todos los entusiasmos, todas las satisfacciones, todas las decepciones, y amarguras también, que experimenté durante esos tres años de constante batallar. Todos los que se agruparon a mí, para continuar la campaña y arrojar al odiado enemigo del país, aún después de los desastres de San Juan y Miraflores y la toma de Lima, rehuyeron ayudarme… Ambiciones, rencillas, pequeñas pasiones, todo se coaligó contra mí, que defendía la patria, cuando todos la dejaban abandonada al infortunio, el recuerdo de mis soldados y guerrilleros, el pueblo en armas, marchando entre punas y quebradas, airosos y bravíos, ellos fueron los grandes héroes anónimos que algún dí­a la historia reivindicará.

¿Cierto que el Kaiser, reconoció en Ud. al vencedor de Tarapacá? 
Claro. Fui a la audiencia que pedí­a en mi carácter de ministro del Perú y el Káiser avanzó hasta alargarme la mano: “Tengo el gusto de estrechar la mano al vencedor de Tarapacá, esa gran batalla ganada después del desastre de San Francisco”. El Rey de España cuando me conoció, me dijo: “Se conoce que Ud. ha combatido siempre de frente, general”. Aludí­a a la cicatriz que llevó en el rostro. Y el de Italia: “Celebro mucho conocer al general que tantas glorias ha dado a su paí­s”.

Entrevista al Mariscal Andrés Avelino Cáceres, en el diario La Crónica, 27 de noviembre de 1,921, con ocasión del 42 aniversario de la victoria de Tarapacá, durante la Guerra del Pacífico.

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